Año nuevo, ¿vida nueva? Cuestiones sobre el hastío y el trabajo.
Por: Mireya Flores Santillán
Premio Estatal de Ensayo
El año todavía está comenzando. Los adornos navideños ya no iluminan las noches como en diciembre y los estragos de las fiestas empiezan a notarse tanto en nuestros cuerpos como en nuestras carteras. Los primeros días de enero están siempre llenos de pesadumbre, del hastío que implica cerrar un ciclo para empezar otro desde cero. Pero todo esto son cuestiones meramente nominales, pues no es como si verdaderamente, después de la medianoche del año viejo, todos nuestros problemas y defectos se vayan para siempre. De hecho, es muy probable que sea la certeza de tales hechos lo que causa dichas sensaciones al iniciar el año. Sería maravilloso que, verdaderamente, tuviéramos la oportunidad de iniciar algo nuevo cada año y olvidar todo lo que nos aquejó durante el año pasado. Pero no sucede así.
Cuando éramos niños, lo más fastidioso de que se acabaran las vacaciones decembrinas era tener que regresar a despertarse temprano para salir, en el frío, hacia la escuela. En aquellos días experimentábamos un hastío que no se compara al de la vida adulta, pues esta sensación tiene que ver con el encontronazo con una cruda realidad que no tiene fiestas todos los días, ni regalos esporádicos, sino inflación, obligaciones laborales y domésticas; la presión de seguir sosteniendo nuestras vidas.
Todo esto está acompañado, muchísimas veces, de condiciones que imposibilitan la tranquilidad de saber que nuestros trabajos están asegurados. Es un hecho que hoy en día, miles de personas, aun en el empleo formal, laboran sin tener un contrato que especifique sus derechos y obligaciones. Al principio puede no ser un problema demasiado grande, mientras exista la certeza de recibir algo de dinero. Sin embargo, a largo plazo, el hecho de no saber bajo cuáles argumentos puede una persona quedarse sin trabajo, qué cosas pueden exigirle y cuáles no, se convierte en un lastre, casi en una condena, pues las necesidades económicas siguen creciendo, con lo cual, la posibilidad de salir de tales condiciones se vuelve cada vez más inviable. El trabajo se convierte en un acto de buena fe, en donde al empleado no le queda más que esperar lo mejor.
Lo frustrante de todo esto es ver que hay personas responsables y muy capaces haciendo lo mejor que pueden, sin tener garantías. Sin saber qué esperar ni qué dar. Es cierto que existen instancias gubernamentales, como la PROFEDET, cuya responsabilidad es hacer que las condiciones de trabajo sean óptimas. No obstante, el miedo a perder su fuente de ingresos es más grande que la posibilidad de obtener justicia, pues la supervivencia es apremiante y obliga a permanecer en cualquier lugar.
Todo esto debe hacernos pensar en qué es lo que verdaderamente está fallando, pues el hecho de que existan tantas legislaciones para asegurar a los trabajadores no impide que se den este tipo de prácticas. Con lo cual, podemos pensar que son poco menos que inútiles. Por otro lado, tampoco hay opciones suficientes para que una persona no tenga que sentirse condenada a soportar cualesquiera condiciones de trabajo. La situación tampoco es sencilla para los empleadores, pues deben cumplir con una serie de exigencias que muchas veces rebasan sus posibilidades y recursos. Por ello, les resulta más fácil dar trabajo sin la burocracia y las complicaciones que acarrea otorgar un contrato.
Así, se vuelve necesario preguntarse: ¿entonces, en dónde está la falla? Si los empleadores pudieran ofrecer las mejores condiciones que sus recursos les permitan, sin tanta burocracia o requisitos absurdos, seguramente podrían ofrecer empleos dignos y rentables. Si algún empleador no ofreciera las mejores condiciones, simplemente no sería solicitado por los trabajadores, por lo que se vería orillado a mejorar. La simplificación de los requisitos facilitaría el surgimiento de empleos, lo cual, automáticamente, desembocaría en que los trabajadores tuvieran la posibilidad de elegir el trabajo que mejor se adapte a sus necesidades y habilidades.
Todo esto deja ver que el problema está en el sistema que orquesta el funcionamiento del ámbito laboral tal y como lo conocemos. Lo más fácil siempre ha sido fortalecer un discurso maniqueo en donde el empleador siempre es malo y avaro, y el trabajador siempre es bueno y humilde, cuando en realidad, ambas instancias somos víctimas de un sistema que no nos deja elegir, que nos condena, nos vigila y nos limita. Como sociedad, como empleadores y trabajadores que se necesitan entre sí, tenemos la obligación de pensar nuestro contexto de una manera menos reduccionista, menos apresuradamente sencilla, pues todos los días la realidad nos golpea al mostrarnos que es más complicada y caótica de lo que queremos aceptar. El esfuerzo por complejizar el debate no vendrá de aquellos que no ganan ni pierden nada, sino de aquellos que arriesgan sus vidas y recursos por asegurar una fuente de ingresos.
Si fuera verdad que el año nuevo implica un nuevo comienzo, desearía que para este 2025, el mundo laboral mexicano no fuera tan hostil y descarnado como lo es hoy en día. Que la fórmula “derecho a…” no fuera tan insignificantemente utilizada, pues mientras para unos es una hábil forma de embellecer sus discursos, para otros es una ilusión que apacigua el coraje y concilia las situaciones que perpetúan las condiciones de precariedad.
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