Desde esta costa se alcanza a ver la cuarta ola.
Mireya Flores Santillán
Premio estatal de ensayo 2023.
Hace unos días las calles volvieron a llenarse de mujeres de todas las edades, en muchas partes de México y del mundo. Esto es consecuencia de lo que ya se ha considerado la cuarta ola del feminismo, que desde hace unos años se ha consolidado con fuerza en nuestro país. Con ésta también han surgido nuevos cuestionamientos hacia lo que hasta entonces había conformado la norma en Occidente.
Al hablar de olas hacemos una metáfora de los esfuerzos conjuntos que surgen en determinado momento y desde varios enfoques que, al ser tantos al mismo tiempo, son percibidos como un impulso, como una ola. Visto de esta manera, cada impulso implicaría también un sosiego posterior, justo como sucede en el mar, donde las olas llegan, y luego se retiran, o se estrellan contra una rompiente, para después regresar a la costa. Pero, si estamos en la cuarta ola del feminismo, ¿qué pasó con las tres anteriores?
Sabemos que en cada ola se han conquistado distintos derechos –al menos en ciertas partes del mundo– como el derecho al voto, al divorcio, a trabajar, y a decidir sobre la conclusión de un embarazo, que en nuestro país todavía sigue sin concretarse del todo. Cada una de estas olas ha estado formada por esfuerzos conjuntos que mantienen al feminismo en movimiento. Sin embargo, ha habido mareas que subieron más rápido, y otras que han tardado más en tocar la costa. Aún es bastante evidente que hacen falta muchos esfuerzos para realmente poder hablar de una emancipación de las mujeres. La violencia machista sigue existiendo en muchas esferas de nuestra sociedad, y cada vez se reinventa con nuevas estrategias. Por supuesto que no se compara con la violencia de hace varias décadas, pero después de tres olas de feminismo, es indignante que todavía haya tantísimo que enfrentar. Sólo hace falta escuchar a las generaciones más antañas de mujeres: lo que hoy para nosotras –las de veintitantos años– parece conservador y retrógrada, significó un avance en comparación con las realidades de las mujeres en otros siglos. Por esto se vuelve necesario hacer de esta cuarta ola una gran ola que, por su amplitud, nos dure tanto, que la sociedad que después emerja del agua sea por fin más equitativa para las mujeres, menos constrictora para los hombres y más libre para todas las personas. Pero conservar el impulso de esta cuarta ola requiere de mantener al feminismo vigente, crítico y cambiante. No podemos dar nada por hecho, pues nunca sabemos en qué momento la ola puede estar perdiendo su fuerza. Y con el mar en calma, no podríamos saber qué violencias estarían siendo solapadas, o estar gestándose debajo del agua. Y es que ésta cambia de aspecto, se adapta al ambiente, se camufla.
Tras el estallido y generalización de los esfuerzos conjuntos que poco a poco el feminismo ha conseguido en nuestra sociedad, puede llegar una sensación de libertad y emancipación que, más bien, funcione como un placebo que anestesie la incomodidad que en un inicio minó un descontento general en las mujeres. De esta manera, aquella legítima incomodidad puede languidecer, y poco a poco, hacernos sentir cómodas. Esta comodidad es peligrosa, porque en cualquier momento se vuelve parte de un nuevo privilegio –además de que nos hace bajar la guardia. Las marchas del 8 de marzo son un excelente momento para pensar este fenómeno, y tal vez, hasta para sopesar el estado en que el feminismo de la cuarta ola se encuentra.
Hace una década, esta fecha tenía otro tipo de relevancia para la opinión pública. No se hablaba de marchas masivas, y más bien, solía felicitarse a las mujeres como si de otro Día de las Madres se tratara. Pero esto cambió el 16 de agosto de 2019, cuando se suscitó una marcha histórica en la que miles de mujeres se unieron para exigir justicia por las denuncias que habían sido presentadas contra elementos policíacos que habían cometido violencia sexual hacia una menor de 17 años. En ese momento, el feminismo tomó una nueva fuerza en nuestro país, que permeó en la población más joven de ese entonces. La evidencia de la injusticia fue tan contundente que una buena parte de la población no tuvo más remedio que incluir al feminismo en sus discusiones cotidianas. Después de esa histórica marcha, la rabia y la indignación se hicieron patentes en las subsiguientes marchas del Día Internacional de la Mujer, pero también en la del Día por la Despenalización del Aborto en América Latina y el Caribe (28 de septiembre) y del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (25 de noviembre). La iconoclasia apareció como el síntoma más grave del hartazgo de las mujeres; a través de consignas contundentes empezaron a visibilizarse diversas formas de violencia, y empezó a ser más común ver niñas y mujeres mayores en las marchas.
Pero, conforme han pasado los años y han sido conquistados nuevos horizontes a nivel legislativo, la rabia y la indignación se han ido apaciguando en ciertos sectores de mujeres. Esto puede notarse en la condescendencia con que ciertos discursos son interpretados desde la opinión pública. Es decir, cada vez es más normal encontrar frases que nacieron como consignas, pero que hoy son parte de los slogans de marcas, partidos políticos y personajes públicos. Todo esto ha hecho que las formas de estar en una marcha se transformen también. Quien haya estado en una marcha del 8 de marzo podrá corroborar que en esa inmensa marea de mujeres se vive una mezcla de emociones muy fuertes. Mientras para algunas, asistir es un momento doloroso en el que se reviven las emociones y recuerdos más amargos que han experimentado, para otras, es un momento de júbilo y catarsis por saberse mujer y sentirse orgullosas de ello. Cualquiera de estas posturas es válida, excepto olvidar por qué estamos allí.
Y es que, cuando se ha llegado a una comodidad respecto del feminismo, es muy fácil que el efecto de la colectividad nos haga olvidar nuestro lugar como individuos autónomos, como seres pensantes y de acción –cosa que tanto ha denunciado el feminismo desde sus orígenes– y entonces terminemos actuando de manera automática y descomprometida, tanto en la marcha como en la vida cotidiana. En el feminismo se ha abogado por dejar de ser reducidas a una colectividad que piensa y actúa movida por el instinto, exactamente iguales las unas a las otras. Olvidar nuestros lugares de agencia dentro de la gran marea de mujeres puede adormecer la indignación que en un momento nos llevó a estar juntas en el mismo tiempo y espacio de una manifestación. Y entonces, nuestras frases y símbolos se automatizan, se vacían de contenido, al grado de hacerlos cómodos para los demás. Se vuelven vendibles y las mejores cartas de presentación para cualquiera que pretenda congraciarse mediante una causa legítima. Con todo esto, la ola se rompe, la marea se calma, el agua se estanca y el fondo deja de ser claro. Luego, habría que esperar la llegada de una nueva ola que venga a remover todos los cambios hasta entonces conseguidos, para hacernos dar cuenta de que hubo cosas que faltaron por cambiar.
Por esto es necesario no cerrar los ojos pensando que navegamos en aguas tranquilas sólo porque el paisaje se ha pintado de morado. Aún más, habría que constantemente preguntarnos si somos nosotras las que dirigimos nuestro propio navío. Hace falta tomar distancia de la gran masa para reafirmar nuestro lugar como sujetos pensantes. Distanciarnos del ruido para cuestionar en silencio, reajustar nuestra brújula y nuevamente dirigirnos a lo que realmente buscamos, sin perder de vista a las demás mujeres que navegan al lado nuestro en busca de su propia emancipación. Esta fue la forma en que este año conmemoré el 8 de marzo, en lugar de ir a la marcha.
Y es que el avance del feminismo en México no se ha sostenido sólo gracias a las marchas del Día Internacional de la Mujer, como algunas personas piensan. Los recientes logros no se han conseguido con marchar una vez al año y testificar públicamente que estamos comprometidas con una causa, sino a través de todas esas acciones y pensamientos que tal vez no queden registrados en las redes sociales, pero sí en la historia de la emancipación femenina: ser críticas con nuestros círculos más cercanos, tanto de hombres como de mujeres; cuestionar las consignas que gritamos, las prácticas que hacemos. De otro modo, estaríamos simplemente cambiando de un paradigma hostil a otro aparentemente más amable. Pero el propósito no es hacer al feminismo amable. No es un conjunto de preceptos que haya que cumplir a rajatabla. De hecho, ni siquiera es un fin, sino un medio para conseguir una verdadera emancipación de las mujeres. Es necesario mantenerlo vivo mediante constantes autocríticas, pues no cuestionarlo es sacralizarlo, y al sacralizarlo, se petrifica en el tiempo: la ola deja de tener impulso. Necesitamos nuestra intuición y pensamiento crítico despiertos para mantener a flote esta cuarta ola, y que no vuelva a romperse. Para que inunde todo hasta convertirlo en aquella realidad que hemos buscado con todos nuestros esfuerzos.