El “Espíritu Navideño” trasciende las fiestas decembrinas.

Por: Mireya Flores Santillán

Primer lugar del Premio Estatal de Literatura

en la categoría de ensayo «Emmanuel Carballo».

El año 2024 aún está germinando. Las fiestas ya terminaron y poco a poco hay que volver a la normalidad de la rutina, aunque nos cueste trabajo. Sucede que estas vacaciones (para quienes tienen) suelen estar llenas de tanto festejo que, incluso teniendo la posibilidad de descansar, el tiempo no alcanza para sentirse totalmente repuesto. O al menos eso fue lo que me sucedió.

Pero ¿por qué nos cuesta tanto regresar a la normalidad después de estas vacaciones en específico? Quiero decir, siempre es triste despedirse del descanso para regresar al estrés, pero es el término de las vacaciones de diciembre lo que, incluso, causa lo que se conoce como el Blue Monday: un estado casi depresivo en que es posible caer al regresar a la normalidad en enero. Lo más seguro es que esto se deba al ambiente festivo y acogedor que embarga las últimas y primeras semanas del año, pues independientemente de si uno es religioso o no, es casi imposible ser inmune a las fiestas. Sea por los villancicos o por la irresistible invitación a una posada, siempre terminamos inmersos en alguna forma de celebración. Son días en que la fiesta se extiende a todos los rincones de la vida, lo que provoca el llamado “Espíritu Navideño”. Pero, en sí, ¿de qué se compone? Sinceramente, creo que es algo que va más allá de los regalos, las lucecitas de colores y las toneladas de comida, y se trata de las niñas y los niños. Ahora me explico más profundamente.

Esta reflexión me llegó mientras mi pareja y yo comíamos en el tianguis. Eran los primeros días de las vacaciones, y dicho mercadito estaba más lleno que de costumbre. Se oían gritos y risas que desplazaban el habitual ruido de los vendedores. Había vida. De inmediato me percaté de cuán atípica me parecía esa escena, y de cuán necesaria la sentía.

Dado que para ese entonces los niños ya no tenían que ir a la escuela, jugaban en la calle o acompañaban a su familia a comprar la despensa. Las calles daban otra impresión, tenían algo que invitaba a ser empático y amable con los demás. Entonces me di cuenta de que muy probablemente sean las niñas y los niños quienes realmente encarnen aquel Espíritu Navideño que tanto se menciona hasta en los villancicos, pero que quién sabe cómo se supone que sea. Y no me refiero a que simplemente ellos representen la Navidad –aunque en buena parte sí, porque sin ellos, el arbolito de Navidad, Santa Claus o los Reyes Magos carecerían de sentido. Me refiero a algo más profundo; a algo que trasciende cualquier fecha festiva.

Y es que ver tantas niñas, niños y también adolescentes en las calles me hizo darme cuenta de lo importante que es verlos a todos ellos existiendo en el mismo lugar en que estamos los adultos. Normalmente, vamos por la calle ensimismados, preocupados por nuestros propios problemas, y se nos olvida que hay personas muy jóvenes que existen junto a nosotros. Es decir, los recluimos en espacios con lógicas carcelarias y sólo los vemos en determinados horarios, para salir a la escuela o regresar a su casa. El resto de las horas es raro ver niños en las calles. En cambio, durante las vacaciones los vemos ir a las mismas plazas comerciales que los adultos frecuentamos, y nos cruzamos con ellos en la calle.

No se trata de que las niñas, niños y adolescentes coloreen los espacios sólo por encontrarse ahí. Es cierto que ellos están llenos de energía, de alegría y nuevas ideas, pero verlos en las calles no se trata sólo de que las ornen. Más bien, verlos existir junto a los adultos es un recordatorio de que nuestras acciones tienen efectos; de que todo lo que hagamos, tarde o temprano, repercutirá en los más jóvenes, así como repercute en el resto de los adultos. Solemos tener la ilusión de que sólo dentro de casa se cría a los niños, pero la realidad es que en todo momento, junto a cualquier persona, nos seguimos criando, seamos niños o adultos.

No ver niñas, niños ni adolescentes en los espacios públicos con más frecuencia nos ha deshumanizado como sociedad. Al ver calles vacías o llenas sólo de adultos malencarados es fácil que se nos olvide el tamaño de la responsabilidad que tenemos para con aquéllos. Y no me refiero a nada moral, sino a algo ético. A la empatía, la amabilidad e incluso la espontaneidad que regularmente asociamos con la niñez y la adolescencia. Tal vez si los viéramos más seguido, coexistiendo con nosotros, seríamos un poquito más conscientes de las violencias que ejercemos como sociedad. Tal vez si dejáramos de querer moldearlos a la forma de una añeja sociedad, tendríamos cambios más profundos y más notorios.

De hecho, ahora mismo, y lamentablemente desde hace ya muchos meses, podemos ver las consecuencias que tiene anular la existencia de las personas más jóvenes en este mundo. La guerra es el punto máximo del olvido de la responsabilidad hacia los niños y los adolescentes. Es ignorar el peso de la repercusión que tienen las propias acciones. Han sido siglos de adultocentrismo los que han moldeado la sociedad que tenemos, todavía con muchas estructuras de violencia.

Sé que cuando las niñas, los niños y adolescentes no están en los espacios públicos es porque la mayoría de ellos se encuentran en la escuela, pero tal vez valga la pena replantearnos las repercusiones que tiene existir por separado jóvenes y viejos. No estaría mal sopesar lo que gana y lo que pierde la sociedad al seguir perpetuando este tipo de lógicas con la niñez y la adolescencia. Necesitamos pensar fuera de la caja, pero verdaderamente fuera de la caja: cuestionar las formas en que siempre hemos entendido la escuela, y encontrar otras maneras de aprender cosas verdaderamente fundamentales para la vida.

Las fiestas decembrinas fueron un buen momento para reflexionar sobre muchas cosas, de las cuales podemos aprender, y así volver a nuestras actividades cotidianas con algo más que sólo kilos. Mi aprendizaje esta vez fue que más valdría hablar de niñas, niños y adolescentes en lugar del Espíritu Navideño. Así, al menos, los hacemos aparecer discursivamente, y no dejamos que se nos olvide el compromiso que los adultos tenemos para con ellos; y no sólo durante diciembre, sino durante todos los días del año.

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