Palabras que nacen, palabras que mueren.

Por: Mireya Flores Santillán, Premio estatal de ensayo.

Siempre que tengo la oportunidad de enfrascarme en una larga conversación con alguna persona, trato de aprovecharla de la mejor manera. Y es que uno no sale de una plática igual a como llegó. A menudo nos llevamos ideas, puntos de vista y reflexiones que después forman parte de nuestras discusiones internas; para después, ser expresadas por nuestra propia voz a interlocutores distintos. Un increíble procedimiento en lo que concierne a las habilidades humanas, si lo pensamos con detenimiento.

            Así fue como recientemente tuve la suerte de enfrascarme en una conversación con mi hermano. Siempre que se da la oportunidad, solemos hablar tanto de memes como de temas que nos preocupan desde las disciplinas en que nos desempeñamos, y quién sabe cómo, terminamos por hermanar el extremo de las ciencias duras con el de las humanidades. De todo esto, surge una reflexión acerca de las palabras y su relación con el mundo que nos rodea, que ahora quiero compartir en este espacio.

            Hoy en día es posible constatar cómo hay nuevos términos y conceptos que han entrado en la discusión pública. Por ejemplo, hace unos años no era tan común escuchar hablar de la gentrificación, aun cuando es un fenómeno que tiene ya bastante tiempo de suceder. Asimismo, términos como “neurodivergencia” o “inteligencia emocional”, por mencionar algunos. Todos estos vocablos surgieron para nombrar o para darle precisión a hechos que ya existían. De a poco, términos como éstos y otros más han salido de los lugares de especialización en donde funcionaban como tecnicismos, para colocarse en el lenguaje corriente, lo cual ha facilitado que las personas que no son especialistas en determinados temas puedan comprender, y además, participar en la discusión de problemas que les afectan directamente. De igual manera, en nuestros días hay palabras que han aparecido casi a la par del surgimiento de los fenómenos que nombran, tales como “stalkear” o “ghostear”.

            Con todo esto quiero decir que las palabras acompañan a los sucesos y a la época en que se encuentran. Según nuestras experiencias, a través del lenguaje tratamos de acercarnos a lo que en el psicoanálisis lacaniano se denomina lo real. Pero la verdad es que siempre queda un resquicio entre lo que nombramos y el mundo que acontece, que nunca podremos zanjar. Esto puede ser una buena o mala noticia, dependiendo de la inquietud que nos provoque la existencia. Personalmente, lo veo como una ventaja, pues indica que el lenguaje no está nunca agotado, que es flexible y que tenemos muchas otras formas para expresarnos, además de las palabras.    

            Sin embargo, he notado que sí existen posturas que ven la incompletud del lenguaje como un problema, lo cual genera cierta rigidez en las ideas. El ejemplo más sencillo es el debate que siempre se desata alrededor del lenguaje incluyente. Pero hay más, que son menos obvios. Así como surgen palabras cuando hace falta nombrar algo, también hay palabras y términos cuyo significado se agota. La brecha de lo real y el lenguaje se abre tanto, que ciertas palabras dejan de referirse a lo que en un principio denominaban. Esto deja un espacio que viene a ser llenado por nuevos vocablos, o en su defecto, el significado de aquellos viejos términos se vuelve tan ambiguo que ya no comunica con la misma contundencia.

            Así ha sucedido, por ejemplo, con “izquierda” y “derecha” cuando se habla de política. Es decir, en los últimos años se ha visto que es cada vez más complicado identificar que cierta persona o partido político pertenece a determinada postura ideológica, puesto que sus preceptos parecen, incluso, contradictorios. Y eso nos lleva a pensar en lo que ha sucedido con “progresista” y “conservador”, pues durante décadas ambos términos sirvieron para hacer referencia a ciertos juicios ideológicos. Sin embargo, los tiempos corrientes han dejado ver que tal distinción entre ambos vocablos puede volverse difusa cuando se trata de temas como el trabajo sexual, el consumo de drogas o el poder del Estado. Así podría citar varios casos más en los que parece obvio que ciertos términos son significativos en tanto se contraponen entre sí, pero que en realidad su propia condición de contraste hace que los simplifiquemos, y de repente ya no digamos nada sustancioso.

Lo que quiero decir es que el lenguaje está vivo porque lo hacemos los hablantes, y por eso mismo, es nuestra responsabilidad usarlo con consciencia. Para esto hay que preguntarnos por qué usamos las palabras que usamos, a qué nos referimos cuando decimos algo, y si realmente estamos convencidos de lo que estamos diciendo. Como ya dije, a lo real sólo podemos acercarnos a través del lenguaje, pero si no ponderamos la pertinencia de éste, la realidad se alejará cada vez más de las palabras que podemos decir.

No se trata de convertirse en un especialista del lenguaje, sino simplemente de tener una postura crítica hacia éste; de no conformarse pensando que las palabras son, y ya, sino de saber cuál es el motivo que nos lleva a usar una en lugar de otra. Y es que el riesgo de usar un lenguaje vacío de significado no es algo que se mantenga en lo abstracto. Todo lo contrario. Utilizar palabras huecas hace que desviemos nuestra atención de lo que realmente tratamos de referir, lo cual trae a su vez una perpetuación de sistemas de violencia y de desigualdad. Es decir, un problema que se esconda tras una palabra ambigua no será nunca tocado ni por los argumentos hechos con las palabras más certeras.

Esta reflexión me llega justo en tiempos electorales, lo cual pienso que puede ser una feliz coincidencia. Y es que estos tiempos son buenos para ver cómo opera el lenguaje en relación con la realidad, y cuán fácil es vaciar o llenar ciertas palabras a conveniencia, para ampliar la brecha que hay entre ambas instancias. Porque más que ver un debate de iniciativas y propuestas, lo que se pone en juego son siempre las palabras –cosa que tiene más importancia de la que a menudo se le da.

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