Para repensar el ocio

Por: Mireya Flores Santillán.

Premio Estatal de Ensayo.

La vida de una persona adulta suele estar llena de ruido, ajetreo, prisas y pendientes. Las responsabilidades y ocupaciones hacen que uno vaya, poco a poco, ensimismándose, dando por hecho todo aquello que lo rodea. La vida citadina en el capitalismo absorbe tanto, que muchas veces es difícil darse cuenta de lo mucho que nuestra propia persona está dentro de tal sistema. Ésta es nuestra cotidianidad; acechada por instituciones, productividad y monotonía. Es imposible escapar de ella, y en todo caso, el precio a pagar por hacerlo es altísimo. Entonces, ¿qué podemos hacer para salvar aunque sea una pizca de aquello que nos diferencia de las máquinas? En realidad, no se me ocurre un remedio definitivo para esto (de hecho, el propósito de este texto es generar más dudas que respuestas). Lo único que puedo constatar es que si hemos podido detectar el problema, podemos estar un paso más lejos de perder nuestra humanidad.

            El texto de este mes es, más bien, una reflexión personal, que se inserta en una temporada llena de ajetreo, que me ha llevado a pensar lo que ahora comparto con ustedes. Además, el hecho de estar a casi nada de la mitad del año es un buen momento para preguntarnos por lo que hemos hecho hasta ahora, lo que hemos cambiado, aprendido y olvidado.

            La rutina de todos los días nos hace ser funcionales según una lógica de productividad. Inevitablemente, esa misma lógica es la que solemos usar para mensurar nuestra propia individualidad: qué tanto he estado leyendo, qué tantos idiomas he estado aprendiendo, qué tanto quehacer he estado haciendo… Por supuesto que todos estos rubros son importantes. Sin embargo, suele suceder que muchas veces olvidamos por qué y para qué son importantes y nos concentramos en la cantidad, en que siempre hay que ir por más. Es decir, incluso en aquellos espacios que destinamos para nuestro desarrollo personal o entretenimiento es fácil hacer entrar aquella lógica que nos orilla a hacer por hacer, y cuando menos lo notamos, hemos olvidado la capacidad de discernir entre lo que nos gusta y lo que hacemos para subsistir.

            Contra todo esto está el ocio, cuyo significado original ha quedado soterrado por la moralidad que hoy en día nos hace verlo como algo deleznable. Su significado etimológico, del latín ōtĭum, se relaciona con “tiempo libre”, “tiempo de oír, de aprender”, “quietud”, “paz”, “reposo”, “descanso”, “inacción”. No obstante, el ocio que encontramos hoy en día está, muchas veces, en las redes sociales, en videos aleatorios o en juegos repetitivos que, más bien, nos distraen de la rutina. Con ello, nuestra capacidad de contemplación y reflexión permanece dormida.

            Si de forma tan recalcitrante se encuentra la disciplina de la productividad en tantos aspectos de nuestra vida, la forma en que escapemos de ella tendrá que ser de igual medida. Así, mediante una larga conversación, un momento observando las formas que toma el cielo o escuchando plenamente nuestro entorno, probablemente podamos arrebatarle al sistema aquello que no es ni siquiera medible. Escuchando y contemplando; con silencio más que con palabras, estamos más cerca de reaprehender nuestra humanidad. Porque guardar silencio es algo que la IA y las redes sociales no saben hacer.             La gran mentira, esparcida por tantos espacios discursivos, es que todos podremos llegar algún día a tener mucho más de lo que tenemos ahora si no dejamos de producir en ningún momento. De hecho, la pésima administración de los recursos nos demuestra todo lo contrario. Así que un momento de ocio verdadero, alejados de producir enajenadamente, no le hace daño a nadie. Al contrario, puede hacer más de lo que nos podemos imaginar por nosotros mismos y nuestro entorno.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

A %d blogueros les gusta esto: