Sobre el mes de septiembre.
Por: Mireya Flores Santillán.
Premio Estatal (Tlaxcala) de Ensayo
“En septiembre todo México se transforma en Jalisco”, suelo decir cada que llega el “mes patrio”. Y es que desde hace un tiempo empecé a notar que durante este mes ocurren cosas bastante paradójicas, pues me da la impresión de que justo en el mes más mexicano, el entorno cambia y se siente falsamente mexicano. Es decir, aquellas cosas cotidianas que forman parte de nuestra cultura, como la música o la vestimenta, por ejemplo, quedan suspendidas en pos de una imagen de la mexicanidad.
Pensemos en la música, por ejemplo. Durante septiembre no es raro escuchar que en las calles y los comercios pongan música de mariachi a todo volumen. Así como tampoco resulta extraño ver que vendan sombreros gigantes, bigotes y trenzas; todo esto como símbolos de “lo mexicano”. El resto del año no es muy común escuchar que pongan “rancheras” en todos lados; mucho menos, música tradicional mexicana de cualquier otra región, aun cuando existe una inmensa variedad: los sones jarochos, los de tierra caliente; los huapangos de la Huasteca; la música de viento, de Oaxaca; la de marimba, de Chiapas; la de salterio, de Tlaxcala; las polkas, redovas y calabaceados del norte… Durante septiembre toda esta riqueza cultural se reduce a la música de mariachi.
Con la ropa pasa algo parecido, pues junto a los artilugios para celebrar este mes, se vende, a manera de disfraz, “ropa típica mexicana” que poco tiene que ver con la vestimenta tradicional que hacen los artesanos. Huipiles, enaguas, rebozos; joyería de piedras preciosas, filigrana, talavera, quedan reducidos a un par de prendas genéricas con accesorios de plástico tricolor. No digo todo esto en afán de reclamo, sino, más bien, resalto la peculiaridad de este hecho, pues notarlo me obliga a cuestionar por qué se produce.
A la luz de lo que dice Homi K. Bhabha en el capítulo IV “El mimetismo y el hombre. La ambivalencia del discurso colonial”, de su libro El lugar de la cultura (2002)[1], todo esto se muestra más complejo. En este texto, el autor reflexiona acerca de cómo, durante el Imperialismo, los territorios conquistados sobrevivieron gracias a una mimetización en la que suprimieron sus diferencias al punto en que se hicieran asimilables para los conquistadores. Bhabha se centra, principalmente, en lo que sucedió entre Medio Oriente e Inglaterra, pero la contundencia de sus reflexiones permite pensar en lo que sucede en México.
El mimetismo del que habla Homi K. Bhabha es “el deseo de un Otro reformado, reconocible, como sujeto de una diferencia que es casi lo mismo, pero no exactamente” (112). Es decir, los países imperialistas hicieron de las diferencias de los países colonizados el único punto de contacto entre sí. Por esta razón, “el mimetismo debe producir continuamente su deslizamiento, su exceso, su diferencia” (112), pues los países colonizados deben entender por qué no pueden ser tratados igual a los conquistadores, a través de mostrar continuamente qué es lo que los hace diferentes; esto es el color de la piel, el idioma o las costumbres.
Para el caso de México, en donde todavía tenemos profundamente arraigados muchos paradigmas heredados de La Colonia –que son al mismo tiempo, heridas– y que se traducen en clasismo y racismo, funciona de la misma manera. La forma en que durante el “mes patrio” nos disfrazamos de mexicanos, ponemos nuestra bandera en todos lados, escuchamos mariachi y bebemos tequila obedece a una forma de mexicanidad que nos viene de fuera, no desde dentro. Es decir, todos estos rasgos en conjunto son la forma en que en el extranjero conciben que somos en México. Tal mimetismo del que habla Bhabha se repite aquí, cuando asumimos una forma asimilable de “mexicano” fuera del país, aunque, en realidad, resulta complicadísimo pensar en una sola forma de mexicanidad, pues “bajo cubierta de camuflaje, el mimetismo, como el fetiche, es un objeto parcial que revalúa radicalmente los conocimientos normativos de la prioridad de raza, escritura, historia” (112).
Todo esto forma parte de un discurso que, más que permitirnos mostrarle al mundo lo orgullosos que nos sentimos de ser mexicanos, sólo refuerza la limitada forma con que nos ven en el extranjero; lo cual no es muy independentista que digamos. Este mimetismo, que se pone en marcha durante septiembre –continúa Bhabha– “rearticula, la presencia en términos de su «otredad», aquello que reniega” (117), lo cual es sumamente paradójico. Mientras el resto del año presumimos por todos lados las razones por las que es bonito ser de México, en septiembre las apartamos y las ocultamos bajo una imagen que, desde fuera, se ve como un ciudadano mexicano.
Nada de esto ha ocurrido de forma aleatoria. Tal como menciona Bhabha, es el resultado de siglos de imperialismo. Hoy en día luchamos en contra de las consecuencias de este período, que han hecho que nos hagamos tanto daño entre nosotros mismos cuando se trata de estándares de belleza, de clase, del tono de la piel, del idioma. Si hay algún rasgo en común que podamos pensar acerca de la mexicanidad es, precisamente, este conjunto de conflictos: de no saber de dónde venimos, pensar qué hubiéramos sido si no nos hubieran conquistado, o qué deberíamos asumir como “mexicano”.
De esta manera, resulta infructuoso querer integrar una sola forma de ser mexicano por medio de la bandera, el himno nacional o el escudo. Estos elementos son, en realidad, símbolos que pretenden homogeneizar la inmensa variedad de experiencias desde las que se puede ser mexicano. Además, no debemos ignorar que todos estos elementos son administrados por un Estado que siempre está buscando su legitimación, sea del partido político que sea. Así, la conmemoración del Día de la Independencia termina por convertirse en una alabanza del Estado, que celebra el éxito que se ha conseguido con un discurso nacionalista que copta toda la mexicanidad. Y cómo no, si el nacionalismo apunta directamente a las fibras más sensibles de nuestro ser. Nos hace abrazar a México por medio de lo que el Estado ha configurado como tal. Es el mismo procedimiento del mimetismo, pero ahora dentro de nuestro propio país.
Por todo esto es necesario saber identificar a qué nos referimos cuando decimos que nos sentimos orgullosos de ser mexicanos, pues, por un lado, está la banalización de nuestra propia experiencia en pos de la interpretación de un estereotipo. Por el otro, el riesgo de alimentar un discurso que le sirve al Estado para legitimar su papel, y así tener la facultad para cometer todo tipo de atrocidades. La salida a todo esto no es dejar de celebrar el Día de la Independencia, no comer más antojitos mexicanos o cancelar toda la música mexicana durante este mes. Lo que quiero decir es que es posible celebrar a México desde fuera de cualquier discurso institucionalizado.
La experiencia mexicana no se resume en una serie de vítores, secundada por toneladas de cuetes que brillan en el cielo mientras de fondo suena el Huapango, de Moncayo. Ser mexicano es mucho más complejo, es inabarcable, indefinible. Tan sólo hay que pensar que en el norte del país no se vive de la misma forma que en el bajío, o en las costas, en el sur o en el centro. Lo dice la variedad de comidas, de tradiciones, de paisajes, música, leyendas, y un largo etcétera. Desde luego, nada de esto puede resumirse en la bandera, o cualquier otro de los símbolos patrios. Y está bien; es normal.
La experiencia de la mexicanidad puede ocurrir mientras nos conmovemos al escuchar la Canción mixteca; o mientras admiramos las majestuosas alfombras de aserrín de Huamantla, o en todas las veces que comemos un platillo típico. O aun más, cuando el buen humor nos ayuda a sobrellevar tiempos difíciles, cuando nos ayudamos unos a otros, o compartimos lo que tenemos.
Ser mexicano no es una esencia que debamos mantener, ni México es un ente invisible al que debamos complacer. La experiencia que se puede tener al vivir en este país rebasa cualquier simbolización, pues se forma con la convivencia, el intercambio, el contacto con los demás, que comparten el mismo contexto que nosotros. De ahí nace el amor y el orgullo por nuestra tierra, los cuales pueden sentirse aun sin tener que recurrir a los símbolos patrios, tal y como muestra José Emilio Pacheco en este bello poema:
Alta traición
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
–y tres o cuatro ríos.
[1] Homi K. Bhabha (2002), “El mimetismo y el hombre. La ambivalencia del discurso colonial”, en El lugar de la cultura, Buenos Aires, Manantial, pp. 111-119. [Primera edición, 1994].